Por la paz vial

Marshall Astor

El hombre entra al gran edificio de oficinas. Continuamente entra y sale gente; es un día agitado. En la puerta se topa con dos personas de frente que caminan plácidamente mientras charlan; él tiene prisa así que no duda en empujarlas con el hombro suavemente para abrirse paso.

La fila para el elevador es tremenda; él tiene prisa así que no duda en colarse hasta el frente con gran habilidad justo cuando las puertas se abren. Las protestas no se hacen esperar, el sonríe satisfecho de su hazaña y presiona el botón que cierra la puerta del elevador.

El hombre entra a la sala de reuniones donde tiene programado tomar un curso; mira el reloj, es tarde y no hay más sillas vacías. El instructor amablemente lo invita a incorporarse al siguiente grupo pues este está lleno; le dice que puede salir, tomar café y esperar tan sólo una hora. Él lo ignora y consigue una silla la cual coloca en doble fila creando un caos en el pequeño pasillo que se había dejado libre para el tránsito de los asistentes. Las protestas no se hacen esperar, él sonríe satisfecho de una hazaña más y se dispone a comenzar la sesión.

Al finalizar sale corriendo entre empujones para abrirse paso; ha cometido el error de traslapar actividades en su agenda y ahora tiene que apurarse para llegar a su siguiente cita. Avienta a una señora al paso, habla por el celular mientras corre frenéticamente, se cuela en las filas, se desliza cada vez que hay espacio, se detiene bruscamente, algunas veces chocando con alguien. Él tiene prisa y ahora, además, él comienza a sentirse cansado e irritable.

Termina el día en un bar y cuando sale dando tumbos no le importa caerse, lastimarse, empujar; él es buen bebedor y cuando se excede cree que nadie lo nota. La gente en la calle lo insulta, lo reta, un policía le llama la atención. Ante los ojos del mundo su conducta es inaceptable… cae rendido en su cama, cinco o seis horas bastarán para iniciar al día siguiente otra batalla.

A mitad de la noche despierta sudoroso, afortunadamente es sólo una pesadilla, de nuevo soñó que se convertía en su auto.

José Manuel Puebla

La violencia vial se ha convertido en el pan de cada día en muchas ciudades y pese a ser considerada delito en la mayoría de los países es una conducta que va en aumento. La conducción agresiva comienza con el sonar desesperado de la bocina y puede terminar incluso en agresiones física pero sobretodo es el perfecto hilo conductor para los accidentes de tránsito.

Cada año en el mundo mueren 12 millones de personas a causa de accidentes viales; es decir cada 15 minutos muere un ocupante de un vehículo.

Un tercio de las muertes están relacionadas con el consumo de alcohol y la conducción y en el 25% de los incidentes están involucrados conductores que usaban su teléfono celular mientras conducían. Y de risa y espanto al mismo tiempo es el hecho de que un ser humano maldice más de 30 mil veces en su vida mientras maneja un vehículo.

La educación vial es una de las materias más olvidadas en los programas escolares y la falta de ésta es uno de los hechos menos sancionados. La agresividad al volante es un acto de heroísmo, de masculinidad, de inteligencia antes que un delito.

La calidad de vida de una ciudad depende en gran medida de la amabilidad de sus vías, del estrés que represente recorrerlas, del riesgo que uno toma al subirse a un vehículo, de la posibilidad de ser peatón o ciclista sin arriesgar la cabellera y algo más cada día.

Educar en sustentabilidad es también enseñar a ser promotores y ejemplo de la paz vial. Podemos comenzar por respetar las luces de los semáforos, por dar el paso al menos a un auto cada día y siempre al peatón, por respetar los límites de velocidad y entender que el coche, finalmente, es una extensión de nuestra persona: dime cómo manejas, y te diré quien eres.

Fuente: http://simpleysustentable.blogspot.mx


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